El trabajo nace del contacto con la arcilla. Dejar que el barro suba y vaya cogiendo forma, pidiendo abrirse, cerrarse, ser vertical o redondo. Las piezas se van armando en el contacto y sugieren una forma de organizarse, de existir.
Ninguna es igual a la otra, todas son únicas, aunque si surgen como manadas, como familias. Similares, pero unas más anchas o más altas, más pesadas o más livianas, más osadas o más tímidas y, como grupo, piden una forma común de ser piel en su superficie.
Hablan de tiempos muertos o de emociones intensas, de pieles secas o nutritivas, de colores densos o sensaciones frías. Hablan de quienes son, sugieren, susurran, hablan, y solo se trata de oírlas, escucharlas y tenerlo presente. Solo eso. Si eso sucede, nacen para compartir espacio, para moverlo, para modular el sitio en el que habitan con curvas, aromas, reflejos y matices.
Se que a veces contienen flores, ramas, vegetales, y otras solo están allí, dando fe de su existencia y también de la mía.